CAPÍTULO I
La llegada del invierno
Esta noche ha caído la primera gran nevada del invierno, un profundo sentimiento de tristeza y soledad me ha traído a este abrupto y oculto paraje, y aúllo a la luna sin consuelo, echo de menos a mis compañeros. Añoro los tiempos en los que, junto a ellos, recorría este extenso territorio, desde esta atalaya natural controlábamos nuestros dominios y emprendíamos interminables correrías tras veloces venados y fieros jabalíes, eran las terroríficas partidas de caza del clan de Corisa. Parece que fue ayer, sin embargo ya han transcurrido demasiados años.
La pendiente se hace cada vez más dura y los huesos me duelen, me cuesta caminar. Este invierno está resultando más crudo que los anteriores. Estoy delgado, débil y siento un intenso frío. No he tenido suerte en la caza últimamente, unos despojos que he podido arrebatar a los buitres y algunos roedores e insectos han sido mi único alimento desde hace días, presiento que este será mi último invierno.
Los lobos tenemos buena memoria, es por eso que innumerables recuerdos vienen a mi mente, de hechos felices unos, crueles y amargos otros, ninguno volverá a repetirse. Todos los viejos amigos y amores entrañables, han desaparecido. ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Dónde iremos después del final?
Llevo algún tiempo dándole vueltas a la idea de contar la historia de mi vida. Es muy posible que, debido a la persecución a la que nos tiene sometidos el hombre, yo sea el último lobo de estos contornos, ya que la mayoría de las manadas se refugiaron en la Parque Nacional de Fuentes Carrionas y, si no queda escrita, mi historia se perderá para siempre.
He tenido una existencia larga y en ocasiones difícil. Ahora que se acerca el final, tengo que ser valiente y afrontarlo sin miedo. En realidad me siento afortunado, porque voy a morir en esta bendita tierra, bajo esta brillante y mágica luna.
La naturaleza no ha dotado a los lobos de instrumentos apropiados para escribir unas memorias y, sintiéndolo mucho, pues son seres que me repugnan, a los que odio profundamente —y con motivo, como tendréis ocasión de comprobar—, no me queda más remedio que recurrir a un humano para que cumpla con éste, mi último deseo. Pero antes, he de pedir autorización a quien corresponda, para que se me permita comunicarme con los humanos, pues es obvio que no hablamos el mismo idioma. Yo diría más: las relaciones hombre-lobo no han sido nunca ejemplares en la naturaleza.
Vaya por delante, que yo nací en el corazón de la Montaña Palentina, aquí mismo, en este paraje misterioso al que los paisanos humanos denominan Corisa. He tenido la suerte de convivir con los últimos osos cantábricos, incluso algún rifirrafe he tenido con ellos por un quítame allá esos restos de venado, y también recuerdo algún episodio más serio. A fe que son muy peligrosos, pero yo tampoco soy manco y me las he tenido tiesas, más de uno ha probado mis blancos y agudos colmillos.
En esta tierra privilegiada se ha desarrollado mi vida, tierra de frondosos bosques de robles antiquísimos, donde tienen su nacimiento ríos caudalosos de cristalinas aguas, como el Ebro y el Pisuerga, y majestuosas montañas, como Peña Labra y Tres Mares y con un inigualable telón de fondo, las inhóspitas cumbres de los Picos de Europa. Puedo considerarme una criatura afortunada por habitar en tan increíble escenario. Por ello, doy gracias a la Madre Naturaleza y no le tendré en cuenta la crueldad con la que me ha tratado a lo largo de mi vida, impidiéndome cumplir con mi más ardiente deseo: tener mi propia manada.
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Era una fría mañana del mes de diciembre, la nieve caída durante la noche, completamente virgen, crujía bajo mis botas. Sin ver nada, a tientas, cruzaba el espeso bosque de robles camino de Corisa, una formación rocosa con forma de serpiente situada en medio de verdes y extensas praderas y, precediendo a éstas, bosques de robles milenarios, y al norte una espectacular vista, desde la enorme altura de las rocas de Corisa, del verde valle de Celada de Roblecedo. Todavía no había amanecido.Por aquel entonces, y desde hacía varios años, mi hermano y yo teníamos arrendada la caza del término municipal de Herreruela de Castillería, pequeño pueblo situado muy al norte de la provincia de Palencia. El contrato nos autorizaba a abatir tres venados, tres corzos, un rebeco y un lobo, todo ello bajo la modalidad de rececho, además, incluía el derecho a participar en los ganchos al jabalí organizados por los cazadores locales, para lo cual se nos facilitaron los correspondientes precintos. No llegamos a participar en ningún gancho de guarros, intentamos asistir a uno y, debido al terrible mal tiempo, niebla, viento y lluvia, hubo de suspenderse, así que efectuamos un largo viaje para nada.
Antes del amanecer, salíamos de la Casona de Perapertú, casa rural situada en San Martín de Perapertú, cada uno en una dirección, en busca de poder abatir algún venado que por su cornamenta, mereciera la pena como trofeo. Uno de nosotros iba en dirección a Corisa y el otro, a Celada de Roblecedo, pueblo colindante. Siempre queríamos ir los dos al mismo sitio, a Corisa, tal era el embrujo que el lugar ejercía sobre nosotros.
Mi situación anímica respecto a la caza estaba cambiando por aquellas fechas, tal vez por la edad y también por alguna que otra circunstancia personal. Había tomado la determinación de abandonar la práctica cinegética. Las muertes de mi perrita Jara y de mi gato Ashley, me habían sumido en una profunda tristeza. Ambos habían compartido nuestra vida durante catorce años. Estos hechos, ayudaron a desarrollar en mí una creciente empatía hacia los animales y, por extensión, hacia la naturaleza entera.
Me gustaba observarlos y disfrutar del maravilloso entorno natural, analizar su comportamiento y admirar su inteligencia, y hasta diría que intentar comprender sus íntimos sentimientos, pero sobre todo amar su inocencia. Pocas cosas en la vida pueden proporcionarte tanta satisfacción como sentirte parte de la naturaleza e intentar descifrar sus misterios.
Absorto en mis pensamientos, creí oír un ruido de pisadas, <<¡Estoy haciendo un rececho de venado!>>, me dije. Instintivamente levanté el rifle de cerrojo Sig Sauer 90, calibre 30-06 Springfield. Apunté a la oscuridad con un cierto temblor, y… una vaca inició una corta carrera dándome el correspondiente y tremendo susto.
En la más completa oscuridad y en la soledad más absoluta, estos sucesos pueden ocasionarte un infarto de miocardio en nada que te descuides.
Continué avanzando lentamente, las primeras y tímidas luces del alba comenzaban a filtrarse entre la frondosidad de los recios robles. Ya se adivinaba el final, la verde pradera pronto aparecería frente a mí. Tengo que decir, que atravesar el bosque, tanto a la ida como a la vuelta, era un verdadero reto, en numerosas ocasiones daba con mis huesos en tierra.
Súbitamente, el corazón se me encogió, un precioso venado de catorce puntas se encontraba justo al borde del bosque. Se inclinaba de vez en cuando para comer la hierba; previamente, apartaba la nieve con sus patas delanteras. Me quedé extasiado un momento, mirándolo. Después, levanté el rifle, la cruz del visor se posó lentamente en el codillo del animal. Y entonces se obró el milagro, algo me impidió apretar el gatillo. El ciervo había levantado su majestuosa cabeza, en su mirada se adivinaba una súplica: <<No rompas una vida llena de belleza y fuerza>>. Despacio, bajé el arma y al momento sentí una gran satisfacción. El venado, mirándome por última vez, en dos ágiles saltos se adentró en la espesura. Me pareció apreciar un gesto de gratitud en sus grandes ojos negros.
La zona tiene abundante cantidad de reses, ello es así porque se haya muy próxima a dos Reservas Nacionales de Caza, la de Fuentes Carrionas y la Reserva de Saja, ya en Cantabria.
Un terrible gruñido me sacó del estado de semiletargo en el que me encontraba, rápidamente me volví y... Aquello era increíble, un enorme lobo me miraba fijamente, sus blancos colmillos destacaban amenazantes. Apenas nos separaban tres metros, distancia demasiado corta para apuntar con un visor de tantos aumentos, me quedé inmóvil, sin saber qué hacer, los segundos parecían horas, nos mirábamos el uno al otro sin parpadear. Era un lobo adulto, muy grande, quizá ya en decadencia por su avanzada edad, sin embargo, su mirada penetrante todavía helaba la sangre, mis manos apretaban fuertemente el rifle, estaba en un serio problema.
Después de interminables segundos, me di cuenta de que había dejado de gruñir y su aspecto ya no mostraba fiereza y agresividad, sino más bien un cierto interés por mi persona.